
Nunca había reparado en el tipo de música, pero poniendo atención descubrí que lo que realmente toca el organillero, son tonadas. Tonadas que suenan muy chilenas… como las del folclor tradicional, casi como las que entonaba Violeta Parra.
El organillero de mi calle toca tonadas y también valses. Imagino su extraño instrumento como una gran caja de música, con ese sistema de pequeñas laminas de metal que al pasar por un rodillo y sus minusculos toperoles, van generando una música predestinada.
El organillo tiene el sonido de lo irremediable. Nada se puede corregir, cambiar, improvisar, ni siquiera retroceder. Es lo que es y jamás cambiará. Sus creaciones son anónimas y su ejecución inclasificable, porque el organillero no es un músico… es un vecino que junto a un loro, un mono titi o tal vez sólo con sus pensamientos, recorre las calles para hacer girar con rostro impasible su manivela, como si estuviera condenado a hacerlo por toda la eternidad.
Ni el exceso de agudos, ni la rapidez con que pueda hacer rodar la manivela, logran que aquella música deje de sonar triste y meláncolica.
El organillero sigue ahí… con la cabeza gacha, oculto tras una docena de remolinos de colores que giran con la brisa, la misma brisa que se llevará esta música tan pronto deje de girar la manivela.